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Wednesday, September 24, 2025

El veneno del chisme y cómo matamos con palabras

El chisme rara vez llega solo. A menudo viene acompañado de una dosis de enojo reprimido, de celos mal digeridos o de una herida que no supimos sanar. En ese contexto, el chismorreo se convierte en una herramienta letal: un asesinato cortés, disfrazado de conversación inocente, que busca dañar sin mancharse las manos. Es pues un acto pleno de mala intención e hipocresía. Cuando hablamos mal de alguien a sus espaldas, no es común que lo hagamos por preocupación o deseo genuino de ayudar. En realidad, lo que buscamos –aunque no siempre lo admitamos, es destacar nuestra aparente superioridad moral. Cada defecto ajeno que señalamos en voz alta es, en el fondo, un intento por gritarle al mundo: “Mírenme, yo no soy así”, algo parecido a la oración del publicano en el templo.
La crítica ponzoñosa se convierte entonces en un espejo roto: refleja más de nosotros que del otro. Nos da una satisfacción momentánea, como un dulce prohibido, mientras dejamos que la dignidad ajena se desangre en el silencio de la difamación. Pero ¿y después qué? ¿En qué nos transforma ese acto? En nada bueno por supuesto. Detrás del chisme hay un ego herido que busca validación. Un deseo de ser visto como justo, sabio, correcto, sin en realidad serlo. Pero ese tipo de justicia es de papel; arde rápido y no deja legado, solo cenizas. Tal vez la verdadera grandeza no esté en proclamar lo que no somos, sino en ayudar a otros a ser mejores o al menos en guardar silencio cuando no tenemos nada para agregar que edifique.

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