Quien no ha tenido la dura experiencia de ver
pasar por encima a un huracán, sobre todo los de categorías cuatro o cinco,
quizás no comprenderá mucho lo que esto representa. En el caso particular mío
viví Andrew a comienzos de los noventa que fue durísimo, pero también
experimente el paso del huracán Irma, este no tan fuerte, pero que en mi
concepto causo más destrozos sobre todo posteriormente en el terreno emocional
de los cuales no me sane al menos hasta ocho días después de su ocurrencia.
Estos eventos, aunque duros, no lo son tanto como los huracanes interiores que en ocasiones vivimos y sentimos, ubicados en nuestra mente, con severas secuelas emocionales y físicas. Son ráfagas de alta intensidad que nos azotan inmisericordes, las cuales se manifiestan a través del Comité Mental o La Loca de la Casa, que habitan en nuestro mundo de sensaciones, y que sin piedad en ocasiones nos agobian.
Dios es el ojo del huracán adonde estoy protegido en medio de la tormenta interior de la que estoy hablando, ya que, en el momentos de tener contacto con nuestro Creador, todas esas tormentas se aquietan, especialmente en ese lugar emocional del cual , con su ayuda y guía podremos salir, y el que vemos como infranqueable.