Según los expertos en el oprobioso arte de mentir existen
dos razones poderosas para justificar una mentira. Estas son el miedo, y una
vez más el miedo. Ello implica que, en un buen número de casos, las personas
mienten por temor a las consecuencias de sus actos.
De ahí que cuando a un delincuente le preguntan si es
inocente o culpable de haber cometido un delito este, pese a haberlo hecho
directa o indirectamente, con pasmosa serenidad lo niega, pues su temor a lo
que le pueda pasar es grande.
Las leyes permiten la confesión y admisión de las faltas
y si en el proceso confiesan, quienes están involucrados, sus penas se pueden
ver reducidas grandemente. Hasta ahí todo está bien excepto que, en no pocos
casos, o se acude a testigos falsos o se involucran personas que no tienen nada
que ver en el asunto pero que, al convertirse en una presea del ente acusador,
el testimonio sirve para eximir al presunto delincuente e involucrar al que no
lo es. Por eso eventos como el de Dreyfus en la antigüedad son hoy en día
bastante comunes, todo ello
lamentablemente en detrimento de la administración de justicia.